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Nada es como era

Cristina Pérez

Nada es como era. Nada. El abuelo se asoma a la ventana y a sus quejas porque vuelva su juventud y, con ella su fuerza, se suma la sensación de que todo ha cambiado mucho. Su ventana, la de su hija, le ofrece una película donde los coches y los peatones luchan por llegar primero no sabe muy bien a dónde. Los árboles están aprendiendo a convivir con los ruidos y se inclinan hacia esa esquina donde el sol logra colarse por entre los edificios; los ultramarinos se borraron del mapa callejero y , ahora, su hija llena el carro de la compra a dos kilómetros de casa y no conoce el nombre de la cajera.

El abuela se asoma a la ventana y mira el mundo a vista de pájaro. No sabe si la vida le va a regalar muchos más años, ni siquiera sabe cómo tiene el azúcar y la tensión, así que su preocupación para con el futuro es mínima. Sus cuitas por el mañana van más dirigidas a la sensación de no ser testigo del crecimiento de sus nietos; de no poder conocer si el nieto pequeño acabará dedicándose a la medicina o si la nieta mayor le daría biznietos rubios de ojos azules como los del abuelo.

Por lo demás, el abuelo, se asoma cada mañana a la ventana y comparte con el cielo esa sensación de que, excepto el firmamento, todo ha cambiado y nada, nada, es como era.

Solo el. Que sigue con la mirada perdida en su juventud; es curioso, cada vez se acuerda más de sus correrías de crío y cada vez se acuerda menos de lo que comió ayer. Eso debe ser hacerse viejo. Y qué. Así es como se siente desde que se fue la abuela. Viejo y tonto. Ahora, asomado a la ventana, sigue comprobando que nada, nada es como era.

 
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