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Vino con gaseosa o como morir en manos de un enólogo

Cristina Pérez

Cuando tomo un sorbito de vino soy consciente de que el trayecto del líquido siempre tira por el camino ascendente y no por el natural que sería el descendente. En pocas palabras : se me sube a la cabeza. Mi enólogo de cabecera asegura que es porque no sé elegir el caldo; mi médico de cabecera asegura que es un problema de mala absorción del alcohol y quien comparte mi mesa tiene dos teorías. Una: Nunca bebas con el estómago vacío y otra no lo mezcles con otra bebida alcohólica.

Vale. Bien. Estos consejos de todos ellos derivan en una advertencia :¡si bebes no conduzcas¡¡. Al igual que aconsejan que me cosa la boca porque el vino me ayuda a soltar el ancla y a navegar por aguas procelosas. Yo, sin embargo, estoy convencida de que el vino saca lo mejor de mi, si es que lo hay.

Pero ¡¡atención¡¡ compañeros y compañeras que sufren o padecen esta situación. Jamás, jamás, jamás....jamás intente casar al vino con la gaseosa. Jamás. Y si lo hace hágalo como cuando se fumó el primer cigarro: a escondidas. Yo, una vez, osé profanar el oro líquido con un chorrito de doméstica casera y tuve la mala idea de hacerlo delante de un experto, un sibarita, un gran conocedor de los caldos de nuestro somontano. Y , desde ese día, ya no he sido la misma.

No. Porque estoy marcada por el trauma de la vulgaridad, de la ordinariez, del desconocimiento de la poca cultura vinícola que tengo. Así que, les confieso, un año después de este luctuoso acontecimiento en mi vida, programé un viaje a las bodegas de Barbastro. Y, efectivamente, comprobé mi crimen. Años de mimo, silencio, aromas, colores , trabajo, decoración, embotellado, etiquetado...un arte que, desde luego, no casa con la casera.

En fin si un día tiene la tentación piense en los vinos del Somontano y dedíqueles su mejor oración. Se la merecen.

 
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