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Pinceladas Laurentinas. La resaca. (O día 10 de agosto)

Esther Puisac

Una de las peores sensaciones que un joven oscense siente a lo largo de todo el año es la comida de San Lorenzo. Después de pasarse de fiesta el día 9 desde la mañana a la noche, empalmar un día con otro para ver a los danzantes y desayunar, uno se echa a dormir junto con sus tripas y con el 70 por ciento de agua que tiene el cuerpo convertido en alcohol. Tres horas más tarde, cuando por fin la habitación y la cama han comenzado a estabilizarse, siempre hay en la casa alguna mota de polvo que sea susceptible de ser perseguida por la madre de uno con el aspirador. Además, la cisterna del wáter tiene que renovarse coda dos o tres minutos, en un ejercicio de gimnasia acuática que al que intenta dormir desquicia los nervios.

De nuevo recuperado el sueño, la puerta se abre con un grito insistente y repetitivo. ¡Haz el favor de levantarte y lavarte, que comemos ya!. Cuando al decimoctavo grito la madre de uno se da cuenta que no provoca reacción alguna en el hijo, es cuando se pasa a la acción, se le arranca de las sábanas y se le mete en la ducha.

Y después, cuando tienes un tiovivo desbocado a punto de chocarse con el dragón kan en tus tripas te sientan a una mesa llena de familiares con perfume barato que insisten en besarte y que miran tus ojeras mientras tu madre no deja de traer bandejas y bandejas y fuentes, y cazuelas y dos ensaladeras y el ternasco con sus patatas y tú sólo eres capaz de ver grasa, y buscas desesperadamente el agua, y sólo encuentras vino, vermú o cava.

San Lorenzo, San Lorenzo, en qué buen tiempo has venido, en el tiempo en que vienen todos los familiares, y cuando yo he bebido demasiado vino.

 
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