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De incendios y otros quemados

Nuria Garcés

Por suerte, esta tierra nuestra no ha sufrido en los últimos tiempos gravísimos incendios, como ha podido ocurrir en Galicia o en Cataluña. Tal vez sea esa falta de costumbre, afortunadamente de nuevo, la que ha hecho que el gran fuego que ha consumido hasta las brasas las sierras de Loarre y Riglos haya cogido a todos con la guardia, parece, un poquito baja.

Cierto es que las inclemencias del tiempo, el terrible rayo, el calor abrasador y los cambios constantes de viento, no han jugado en absoluto a favor para la extinción del fuego. Pero todos los afectados (los que realmente van a sufrir las consecuencias de ver su paisaje y su medio de vida abrasado por las llamas) son más bien críticos con la forma de actuar de los responsables. No se duda de la buena voluntad de todos los que allí trabajaron, ni de que los medios disponibles fueron los máximos posibles. Pero todos apuntan a la descoordinación.

Gentes que se conocen su monte palmo a palmo, expertos en haber sofocado otros fuegos con técnicas tradicionales, constataban con desespero cómo los expertos forestales o en incendios no les dejaban tomar parte en ninguna labor, ayudarles en los momentos en los que la magnitud del incendio más descolocados los dejaba. Se echaron de menos, en el "gabinete de crisis" constituido al efecto, más ingenieros sabedores de lo que había que hacer, algún mapa en el que se pudiera seguir por dónde avanzaban los distintos frentes del fuego, chinchetas (aunque fuera) clavadas para señalar en qué punto se encontraban los efectivos de extinción, que había que buscar constantemente vía radioteléfono. O, aunque fuera, al consejero de Agricultura dando el parte de los hechos a pie de incendio, y no desde los despachos de Zaragoza.

Quienes hemos seguido muy de cerca el incendio, no somos conocedores de las técnicas para apagar un fuego. Pero el jueves, cuando todavía las hectáreas quemadas no eran ni la cuarta parte de lo que ha resultado finalmente, se apreciaba un cierto relajamiento, demasiada confianza en un fuego que, en ningún momento, dio tregua.

 
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