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"Los abrazos rotos"

Jesús Fonseca

Arriba, en lo alto, la nieve se resiste al sol de septiembre, que aún

calienta. En la falda del monte, la Residencia, junto a arbustos sueltos

y algún eucalyptus, mientras se escucha la escandalera de una bandada de

gorriones, que picotean lo que pueden y alzan el vuelo. Ahí mismo, al

lado del camino pedregoso, dos hijos se ven obligados a ver a su

venerada madre -como tantos otros- entre urgencias y alambradas, por

culpa de ese virus misterioso que si vas a ver a tu madre se transmite,

pero dentro de los supermercados y los aviones no.

Sucede que las residencias se han blindado, como si fueran refugios atómicos, lo cual

se explica y se comprende, pero se lleva mal, muy mal. Son ya demasiados

meses de no poder acariciar, besar y abrazar a lo más querido que uno

tiene en esta vida, que se nos escurre y se nos va, como el agua entre

los dedos, como para no estar harto de tantas camelancias. Nadie acepta,

adora y ama con el querer incondicional de una madre. Es más: ¿Acaso hay

alguien que suspire como una madre por su hijo?.  El día que falta la

madre, se ha ido la persona que más te ha querido y te querrá siempre.

Yo, amable lector, se pocas cosas y tengo más preguntas que respuestas.

Ahora bien: así no podemos seguir. Algo habrá que hacer para que, esos

encuentros cercanos entre padres e hijos, sean posibles cuanto antes,

porque el tiempo se acaba y la solución a una pandemia no puede seguir

siendo el aislamiento y el confinamiento a cualquier precio. Con virus y

bacterias hemos vivido siempre, sin caer en este extremismo antihumano.

No somos de hojalata; somos de carne y hueso, con un corazón que palpita

y necesita ser calentado y caldeado. La respuesta a una pandemia debe

ser racional, sanitaria. El miedo y la prohibición del contacto humano,

ni es saludable para el alma, ni la única alternativa. Hay otras.

Para este viaje no necesitábamos alforjas. Ahora resulta que somos

inteligentísimos para construir las armas más mortíferas con las que

matarnos entre nosotros, y no somos capaces de controlar, en pleno siglo

XXI, a un virus que ha puesto al mundo contra las cuerdas.

¿Qué clase de civilización es esta? . Lo que importa es la letra menuda del vivir,

bastante más que ir a Marte, mientras los días se acortan y estos

abrazos rotos, irrecuperables, nos hielan el corazón. ¡Cómo sobrellevar

tanta desazón! Que alguien me lo diga, si es tan amable, o dé al menos

alguna pista. No sé si te sucederá a ti, amable lector, pero a mi me

pasa lo que a Woody Allen, que este es un mundo “en el que jamás me

sentiré cómodo, al que jamás entenderé, jamás aprobaré ni perdonaré”.

Yo sé pocas cosas, es verdad, pero de una si estoy seguro: de que somos lo

que nuestras madres hicieron de nosotros. ¡Qué se acaben los abrazos

rotos, por favor, y nos dejen besar y acariciar a nuestras madres!

 
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